Wednesday, November 09, 2005

Del Seminario a la casa

IV. “Salida del Seminario”

No fui bien recibido, ¡¿cómo?! ¿Ya no quieres ser padrecito?, entonces lo que querías era no trabajar todo ese tiempo, la verdad te fuiste por flojo – dijo mi papá- agregando la frase celebre, pues ya sabes “aquí el que no trabaja no come”.

El golpe para mis padres fue muy fuerte, ya que siendo fanáticos a la religión, su máxima ilusión era el tener un “padrecito” dentro de la familia y yo los estaba defraudando. Para atenuar la situación, le recordé a mi papá que yo estando en casa siempre me había destacado por trabajar, inclusive haciendo muchas veces más que mis hermanos mayores, comentándole también que pensaba seguir estudiando ya fuera regresando al seminario o en otra escuela.

Los diálogos cotidianos e interminables con mi papá, al poco tiempo (unos meses) se tornaron en discusiones terminando generalmente de forma brusca inclusive en algunas ocasiones sangrando de nariz y boca por los golpes recibidos, señalando “aquí yo mando y si me equivoco vuelvo a mandar, eres un rezongón y no sé qué fuiste a aprender”. Las razones principales de discusión eran las relacionadas con mi nuevo concepto de la iglesia, hechos históricos y conductas presentes de actores eclesiásticos que contrastan con los votos de castidad, obediencia y pobreza.

Transmitir a mis hermanos los conceptos recibidos durante mi estancia en el internado, incluyendo los referentes a urbanidad y buenas maneras, provocaban discusiones con mi padre e imagino que existía un sentimiento de desplazamiento de autoridad e imagen, entendiendo que se trataba de una familia totalmente conservadora. Una tarde nos encontrábamos en el establo, las vacas formadas en el pesebre para ser ordeñadas, mi papá estaba sentado en el tradicional banco de lámina una vaca atrás de la que yo ordeñaba, misma que por alcanzar la alfalfa empujó a la de al lado proyectando a mi papá al suelo, lo que provocó que me diera un fuerte regaño, ya que supuso yo le había golpeado, lo que intenté aclarar pero no me lo permitió, asegurando que yo era el culpable. Un instante más tarde se repitió la acción, y ahora con mayor fuerza y un vocabulario más florido me volvió a regañar.- “A mi me gustan las cosas derechas”, le dije, haciendo alusión que estaba equivocado.- “Ah si, te gustan derechas pues…” comenzó a golpearme en la cara y sus alrededores sangrándome de la nariz y boca. Continué ordeñando, viendo como la leche al combinarse con la sangre cobraba un color rosa.- Vete a limpiar- , me dijo aún en tono grabe, me levanté y le dije, si ya me voy pero de la casa.-“prefiero perder a uno que perder a todos, quieres ser un vago, te vas a morir de hambre, no quiero que vayas a causar lástimas a nuestros familiares”.

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