Sunday, August 14, 2005

Una vida una historia.- "De niño a adolescente"

Algunas ocasiones en momentos especiales, he comentado a familiares y amigos algunos pasajes de mi vida, considero que debido a lo poco común que resulta, muchas veces me han sugerido escriba mis vivencias.

Apoyado en estas sugerencias me dispongo a escribir, esperando lograr a través de estas cuartillas motivar a quienes sientan que la vida por momentos deja de tener sentido, que víctimas de la depresión y apatía se cobijan en la soledad, las drogas y la desesperación.

I. “Mi origen”

Mis padres de origen campesino del estado de Jalisco, llegaron a finales de la década de los 50s a la ciudad de México buscando una oportunidad para vivir, con muchas necesidades pero también llenos de ilusiones y entusiasmo.

La familia que para ese entonces constaba de tres hijos, crecería de forma importante alcanzando la nada despreciable cifra de 13 hermanos, ocupando yo el tercer lugar.


II. “Mi infancia”


Recuerdo anécdotas que considero fueron marcando mi personalidad, ya que algunas datan de mis primeros años de vida, esperando no aburrirlos me permito compartirles algunas de ellas.

La primer casa que recuerdo fue en la colonia Esmeralda del Distrito Federal, consistía en dos cuartos separados por un pequeño patio, uno era la recamara, el otro para usos múltiples. Aunque el espacio era pequeño no parecía ser necesario más, los muebles: dos camas, una cuna, un ropero, una estufa de petróleo y una mesa con sus cuatro sillas y algunas cajas de cartón, además de la bicicleta que mi papá utilizaba para distribuir en tiendas, dulces, cuadernos, lápices entre otros, obteniendo los recursos para vivir con la reventa.

Había un terreno en la parte de atrás, donde estaba un lavadero, un pesebre, una pileta de agua, un chiquero (sauda), armado con palos con un comedero para puercos, todo bardado de ladrillo desgastado y en partes sin ladrillos que hacían las veces de ventana, permitiendo a la vecina “Doña Juana”, le recordara con mucha frecuencia a nuestro casero con sendos gritos- “Don Abel ya ponga su contra barda-”.

Fiel a las tradiciones y justificado por las precarias condiciones económicas, mi papá nos dio a conocer su lema “aquí el que no trabaja no come” así que fue necesario trabajar desde que me acuerdo y créanme no tengo mala memoria.

Mi primeras actividades asignadas eran comunes en ese entonces para niños que aún no asistían a la escuela, considerando que no era obligatorio estudiar la preprimaria, lo que consistía en hacer pequeños mandados, pero en mi caso conforme iba creciendo, la complejidad iba de la mano, acarreaba agua mientras mi mamá lavaba la ropa. En los momentos entre cubeta y cubeta, supervisado por mi mamá aprendía las vocales apoyado con un “silabario”. Por las tardes, cuidaba que los puercos grandes no mordieran a los pequeños mientras comían, para lo que armado con un palo de escoba golpeaba el hocico de los abusivos.

Por las tardes noches, al regresar mi papá de trabajar y una vez que hubiera comido, era hora de envasar en bolsas de plástico los dulces que se compraban sueltos, utilizando para sellar las bolsas una vela y un peine, actividad en la que yo no participaba pero que me hacía sentir bien, viendo a mis papás juntos platicando mientras trabajaban, el sentimiento de bienestar era continuo, pues reunidos en el cuarto rezaban el rosario mientras yo los acompañaba un tanto distraído arriba de la cama. Recuerdo como el quinqué de petróleo iluminaba titilante el cuarto y yo aprovechaba para proyectar con mis manos figuras en la pared.

Los sábados, mi mamá temprano apartaba agua de la llave en unas cubetas para que se calentara con el rayo del sol y después bañarnos en el lavadero, por la tarde nos mandaba, a mis hermanos y a mí a la iglesia para que estudiáramos el catecismo y prepararnos para la primera comunión.

Estaba por cumplir mis primeros 6 años de vida, cuando entré a la escuela primaria “Suave Patria”, el primer día me llevó mi mamá advirtiéndome que no debería salirme hasta que ella fuera por mí, ya que el regreso a casa era muy peligroso sobre todo al atravesar un puente de un canal de aguas negras máximo un metro de ancho. Sin embargo, cuando dieron el toque para el recreo, al ver que todos mis compañeritos salían del salón, incluyendo a mi maestra Martha, yo hice lo mismo, solo que me dirigí a la calle, caminé un buen rato fuera de la escuela y casualmente cuando regresaba me encontré con mi mamá en la puerta de la escuela, que sorprendida me preguntó que hacía fuera, le expliqué lo que pasaba y me aclaró la situación.

Por ese entonces, mi papá solicitó un préstamo de $500.00 al tío Leodegario, (el tío rico de la familia), para comprar un traspaso de un terreno de 200 metros cuadrados en la colonia “San Felipe de Jesús,” que de manera irregular estaba en pleno crecimiento. Claro, la colonia no contaba con ningún servicio, había casas de construcción humilde y muchos espacios baldíos, charcos y varios ríos que la circundaban, mismos que a la postre la mayoría se convertirían en avenidas importantes, como ejemplo el de “los remedios” que se convertiría una vez entubado en la continuación del anillo periférico de la Ciudad de México.

En breve se construyeron tres cuartos, dos “recámaras y una cocina”, utilizando ladrillo pegado con barro y techo de lámina de cartón, al fondo un pesebre de unos 4 metros con su piso y tejabán. Nos fuimos a vivir a nuestra casa, como al mes nació la 6ª de los trece hermanos, Lupita, lo que celebramos una madrugada de marzo aventando piedras a la casa más cercana, ya que la comadrona nos sacó de la recámara para que no viéramos el nacimiento.

Con muchos esfuerzos, principalmente por mis papás, el pesebre se iba ocupando gradualmente, se compraron una y otra vaca, siendo el origen principal los proveedores el pueblo de San Juan de Aragón, comprando a buen precio, aunque no sin endeudarnos, desde $300 hasta en $1,200 por animal. Mi papá continuaba vendiendo sus mercancías y adicionalmente atendía los animales, por lo que empezó a asignar actividades a mis hermanos y a mí.

Por las tardes, terminado el trabajo con frecuencia salía a jugar en la calle “cascarita” de futbol con los vecinos. Todos los días mi mamá presidía el santo rosario, que a decir verdad muchas veces fingíamos estar dormidos para no rezar, porque parecía interminable con tantas oraciones que ella incluía, sin embargo, lo que no podía ser era el faltar a la santa misa del domingo y a comulgar los días viernes 1° de cada mes.

A propósito de los domingos, por un buen tiempo fueron muy emocionantes, ya que mi hermano Mario (el mayor), compraba el cuento de Kalimán y a veces el de Memín Pinguín, historietas que a pesar de estar terminantemente prohibidas en la casa, eran leídas con mucho entusiasmo para después esconderlas entre las pacas de paja en el pasturero.

También uno de esos domingo de misa, el sacerdote invitó a quien quisiera participar como acólito, es decir ayudante del padrecito, de esta forma me inicié en actividades de la iglesia, resultando atractivo para mí, ya que por unos momentos cada domingo aparecía en cuadro frente a los vecinos de la colonia con un hábito que establecía un estatus distinto al resto de la semana, en que la mayor parte del tiempo vestía ropa de trabajo con olor característico a estiércol de vaca, lo que me generó muchos problemas con compañeros de la escuela que mostraban poca tolerancia, viéndome en la necesidad de hacerlos comprender la situación a la fuerza.

Durante las vacaciones de verano e invierno, la rutina cambiaba, mis hermanos y yo deberíamos salir a pastear las vacas, aunque era obligatorio resultaba muy divertido, alrededor de las nueve de la mañana nos dirigíamos todos los días a una nueva aventura, en la rivera del río “de los remedios”, un río un poco contaminado para ese entonces, mientras los animales tragaban y descansaban, nosotros aprovechábamos para “nadar”, arrastrándonos desnudos en la arena apoyados en las palmas de las manos, eso sí pataleando muy fuerte para impresionar a los compañeros.

Otras ocasiones, con puños de agua humedecíamos el bordo del río para hacer una resbaladilla de lodo, los primeros en disfrutarla pagaban tributo, pues aún no estaba bien pulida y la arenilla lijaba como se imaginan ya que los calzoncillos no deberían salir raspados ni enlodados, situación que nos delataría ante nuestra mamá, quien nos prohibía este juego.

En medio del río se formaba una isla, el pasto crecía muy alto y había muchos pequeños arbustos, representando una autentica invitación para realizar un juego, por lo que para atravesar hacíamos cruzar a las vacas nadando mientras que agarrados del rabo nos transportaban. La primera tarea era hacer dos grupos de “indios”, para lo que generalmente contábamos con la presencia del “pato”, Jorge y su hermano Jesús y muy frecuentemente con otros amigos, confeccionábamos arcos y flechas y después de un “al ataque” comenzaba la lucha.

Algo más atrevido era el atrapar una o dos ratas del río, amarrándolas con un hilo de ambas patas traseras para llevarlas de paseo por la calle pasando cerca de las vecinas de la casa, quienes después daban la queja, pero mientras valía la pena.

Pudo haber sido mi última aventura, el día que mi hermano mayor y yo, fascinados con el número de pelotas que se estancaban en una represa que hacía el río en donde cruzaba un puente, nos decidimos a sacarlas. En ese lugar seguramente la profundidad rebasaba los dos metros, por lo que yo siendo el menos pesado me aventuré, pisando sobre las osamentas de perros alcanzando las pelotas para luego lanzarlas a mi hermano que esperaba en la orilla. Claro el olor era nauseabundo, pero los deseos de contar con tantas pelotas juntas lo superaba, de pronto resbalé hundiéndome hasta la cintura, me espanté y como pude me impulsé de unas costillas y demás huesos que tenía muy a la mano, salí con mucho cuidado embarrado de un aceite descompuesto con un olor característico, pero feliz porque logramos un total de nueve pelotas.

Como olvidar una vez que salí con ropa limpia a pastear las vacas y con una convicción a toda prueba de que regresaría a casa de igual forma. Nos encontrábamos aproximadamente a 5 kilómetros, comenzó a llover, de inmediato me despoje de la ropa e hice una bolsa con el pantalón, metí camisa calzón y zapatos y me dispuse a correr mientras arriaba los animales, pensando, se va a mojar pero no se ensuciará. Pronto comprendí mi ingenuidad, con el movimiento el nudo del pantalón se deshizo y la ropa salió al tiempo que me resbalé revolcándome en el lodo junto con mi ropa, para después aguantar la burla de mis hermanos.

Estas aventuras tenían sus consecuencias, el segundo de mis hermanos fue varias veces víctima de los ladrones, mientras nos encontrábamos felizmente jugando le robaban los zapatos, razón por la que mi papá decidió castigarlo, “ahora tu tendrás que comprar tus zapatos, a ver cómo le haces, mientras andarás descalzo”, así fue por más de un mes, mientras vendía paletas de hielo para ahorrar el monto de sus nuevos zapatos.

Claro, no era ajeno a los juegos tradicionales o de temporada, balero, trompo, yoyo, canicas, mismos que complementaban la diversión, debo decir que no había televisión en casa, aunque está por demás aclararlo al haberles dado el número de hermanos. No obstante, en casa de una vecina por la módica cantidad de 20 centavos nos permitían ver los programas de “El cuento de Cachirulo” y “Combate”.

La casa se fue modificando gradualmente, evitando que en las noches de intensas lluvias mi mamá nos despertara para mover las camas y colocar ollas o botes para las goteras.

Así transcurría el tiempo, había concluido con el primer año de secundaria, contaba con 11 años de edad, lo que aprovechaba cada oportunidad que se me presentaba para presumir que iba adelantado porque había entrado de 5 años a la primaria y no había reprobado.

Para ese entonces tenía mi novia Georgina de 9 años, quien me propuso que fuera su novio, era una propuesta inesperada, nervioso pero convencido de que “un hombre no podía rajarse” le dije, “sí, pero sin besos ni abrazos, sólo para platicar porque mi mamá se enoja”, aceptándolo ella de no muy buena gana.

Poco duró el gusto, uno de esos días me encontraba como a las 7:00 p.m. cuidando los animales fuera de la casa por disposición de mi papá, y se me ocurrió que era mi deber ir a visitar a mi novia que vivía al otro lado de la calle. Al regresar a meter los animales, mi papá los contaba y… sí ¡faltaba una vaca!- si no aparece vas a ver como te va ir.- dijo muy enojado, agregando.- falta la nueva. Me pasé la noche casi sin dormir, espantado y pidiéndole a Dios encontrarla, serían como las 5:00 a.m. cuando tocaron a la puerta .- dice mi patrón que si no es de usted una vaca con cuernos pequeños…, .- después de escuchar la descripción me puse feliz, me libraba de unos buenos golpes. Esto me llevó a tomar la decisión de terminar la relación con mi novia.

Olvidaba comentarles, que alguna vez hojeando el libro que me regalaron para mi primera comunión, que por cierto fue el 31 de julio de 1963 a la edad de 6 años, se me ocurrió decirle a mi mamá, “cuando sea grande yo voy a ser padre”, sin imaginar lo que esta frase impactaría en mi vida.

El comentario se extendió entre familiares y personas allegadas, siendo motivo de alegría y admiración para la familia, por lo que con frecuencia me preguntaban ¿es verdad que quieres ser padrecito? A lo cual, consciente del impacto que provocaba contestaba afirmativamente, se corrió la voz y una de las hermanas del perpetuo socorro se enteró e hizo la visita a la casa para confirmar “mi decisión”, dándole seguimiento por algún tiempo.

Creía el asunto olvidado, cuando al término de la misa el señor cura de la iglesia anunció que había oportunidad de ingresar al seminario, al regresar a casa no tardó en llegar “la hermana” religiosa a preguntar que si todavía quería irme al seminario, mientras me dirigía una mirada con ojos de borrego a medio morir y mi mamá haciendo segunda. No tardé en tomar tan importante decisión, “tenía once años, suficiente edad y madurez para hacerlo”, así que logré con un sí, modificar las miradas de interrogación por las de admiración, siendo este el motivo que me tenía a punto de llegar a mi primer destino.

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